OSCARS 2020: Parásitos destroza el algoritmo de los Oscar

Oscar 2020

Oscar 2020

Ni Pedro Almodóvar ni Banderas ni Klaus consiguieron imponerse en una noche tan aburrida como siempre que encumbró a Bong Joon Ho como el primer director que consigue el Oscar a mejor película por una producción no hablada en inglés (The artist no cuenta, que es muda)

En puridad y por azares de la razón, se entiende que lo que no es predecible, explicable o deducible a partir de algo conocido es metafísicamente novedoso y por tanto no idéntico a nada conocido. Los Oscar, obviamente, no están en esta categoría. O no lo estaban hasta las cinco de la madrugada del lunes. Entonces, el nombre de Bong Joon Ho se escuchó por tercera vez y lo que hasta ese momento había sido la más soporífera de las exhibiciones, idénticas a sí mismas, cobró sentido. O lo perdió, según se mire. Si hasta llegar aquí, 1917, de Sam Mendes, se encaminaba (atesoraba ya tres Oscar) hacia su particular gloria bélica puesto que la metafísica la señalaba como necesaria triunfadora de la noche y del año por ser la propuesta para el consenso; por ser la mejor opción para desviar la conversación recurrente sobre Netflix; por ser la película ésa de un solo plano que en realidad son varios pero apenas se nota; por ser… pues no, no tocaba domingo-lunes para dogmas.

Tocó el turno para anunciar la película de la temporada y… sucedió algo no idéntico a nada conocido. Parásitos se alzó con sus cuatro estatuillas como el auténtico milagro (ni predecible ni explicable ni deducible) de la temporada con sus premios a mejor guión original, mejor película internacional, director y película (así, en general). Es la primera vez que una película no hablada en inglés consigue tan alto honor. Recuérdese que The artist es muda.

De esta manera, triunfó, justo es reconocerlo, la más diferente, crítica y, admitámoslo, quizá sobredimensionada película del año. Resulta extraño que sea ahora cuando Hollywood repara en el coreano. No en balde, el director se limita a poner en fila buena parte de las obsesiones que le persiguen desde que en 2000 estrenara Perro ladrador, poco mordedor y que reeditara en obras como Crónica de un asesino en serie, The host y Rompenieves. De nuevo, es la imposibilidad de comunicación la que guía una comedia con el alma negra. Otra vez, la sociedad dividida en dos bandos no sólo antagónicos sino condenados a la explotación, la humillación y el miedo. Y, como no podía faltar, esa extraña obsesión por las cloacas, los túneles y las vidas ocultas. Y así hasta que todo se confunde y surge Parásitos , la más siniestra de las fábulas contemporáneas.

Y resulta aún más raro que una película que básicamente existe para denunciar, ridiculizar y hacer daño a cuenta de la arrogancia de los privilegiados en un mundo tan desigual e injusto como éste se haya convertido en el privilegiado éxito de la temporada. Puestos a ser consecuentes, si hiciéramos nuestras (o la Academia de Hollywood hiciera suyas) las enseñanzas de la cinta coreana, la gala de los Oscar no tendría que existir. Para entendernos, no se puede estar en contra del cambio climático y volar en jet privado. Es decir, y por hacer paralelismos fáciles, el éxito del Manifiesto comunista, por ejemplo, nada tiene que ver con la finura del alemán empleado en su redacción (aunque también) sino con su capacidad o no para hacer saltar por los aires algo llamado capitalismo. Pues Parásitos algo parecido. Para los muy despistados: los parásitos son los ricos, no los otros. Lo dicho, justo, pero raro. Raro tanto entusiasmo congregado alrededor de lo que no deja ser una brillante propuesta de suicidio colectivo.

Y una reflexión más. Siempre sobre la rareza inaudita y antimetafísica de todo esto. La Academia decidió quedarse con la anomalía dentro de un discurso general más o menos homogéneo. Y aquí sí que conviene alabarle el gusto en un tiempo tan complicado como el que nos acoge. A poco que se mire con cierta distancia, la parte del león de las películas nominadas tratan de cine en el cine; del cine como experiencia compartida; del cine como historia común; del cine, de la memoria, del tiempo mismo del cine. Un tiempo que, dicen algunos, se acaba. De eso van desde 1917 en su empeño por convertir la experiencia del espectador en un combate contra cualquier pantalla que no sea la del cine, a Érase una vez en… Hollywood, que habla de exactamente lo que dice el título, pasando por El irlandés, que no es más que una lectura hacia dentro, entre dientes, de la filmografía entera de Scorsese en la voz de Scorsese, y, por supuesto, pasando igualmente por ‘Dolor y gloria’, que no es más que cine que devora cine, Almodóvar al cuadrado. Pues ninguna de ellas ganó. Es más, venció la opuesta a todas ellas. Adiós al ensimismamiento global, hola cine combativo.

Y dicho lo cual, salvado el prodigio, el resto fue una noche ya mucho más soporífera y, como toca, metafísicamente igual a sí misma. Que Brad Pitt se llevara, tal como rezaban todos los pronósticos y hasta los rezos, el premio a mejor actor secundario por Érase una vez en… Hollywood dio la pauta. De todo. Tanto de los propios premios como de los discursos. Una referencia al ‘impeachment’ fracasado aquí, otra al cambio climático allá y, otra más a la falta de mujeres nominadas acullá. Del incomprensible discurso sobre las terneras y los corderos lechales de Joaquin Phoenix, ni hablamos.

Laura Dern consiguió lo suyo no tanto por su trabajo en la ninguneada ‘Historia de un matrimonio’ como por el mejor y más comentado monólogo de los últimos años visto en una pantalla (el de la Virgen María). Y ya que estamos en el capítulo de producciones humilladas, un dato para la historia de la infamia: la obra maestra El irlandés, que se fue de vacío, tuvo que presenciar como la irrelevante Ford vs. Ferrrari se llevaba dos estauillas. Eso duele. Su único premio fue el reconocimiento público y emocionado a Scorsese de, otra vez, Bong Joon Ho, el único con capacidad para salirse del guión. Luego la renacida Renée Zellweger se llevó también lo que le tocaba por Judy. Y así. Todo predecible, todo explicable, todo deducible.

Cuando se escuchó (o, mejor, no se escuchó) que Klaus, la gran esperanza española, no batía a Toy story 4, ya no había opción. A nada. Si de los tres españoles no ganaba el que mejor lo tenía en el algoritmo… poco había que hacer y menos que esperar. Dolor y gloria nada pudo contra el ubicuo Bong Joon Ho que ya le arrebató la Palma de Oro el pasado mes de mayo y volvió a birlarle la lejana posibilidad del tercer Oscar para Almodóvar ahora. Lo dicho, sólo el coreano podía fracturar la evidencia, sólo él podía negar la metafísica. Y lo hizo. Y Antonio Banderas, más de lo mismo. El malagueño se quedó tranquilo ante la sobrefuerza de la sobrenaturaleza que es Joaquin Phoenix fuera de cualquier patrón sobreinterpretativo en Joker. Luego llegaron los terneros, pero eso es otro asunto.

En lo que a la propia ceremonia se refiere, poco que decir que no figure en el libro de instrucciones. Y eso que todo empezó bien. Chris Rock repartiendo estopa y cebándose de forma muy precisa con Jeff Bezos y su fortuna se antojó el mejor prólogo para hacer callar a los agoreros. Pero en cuanto el pelotón de ‘frozens’ arrancó a competir por el falsete más fuera de tono aquello empezó a doler. Eminem, bien. El resto, mal. Si los chistes de Will Ferrell no funcionan, todo está perdido. La falta absoluta de sorpresas categoría a categoría tampoco ayudaba. Y ese vicio de cantar por no hablar, menos aún.

Menos mal que apareció Bong Joon Ho para negarlo todo: la propia gala de los Oscar, los más sólidos pronósticos y hasta la propia metafísica. Ni predecible ni deducible ni explicable.

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