La Canción por Thibault

La canción
Por: Thibault

 

Bajaron juntos del cráter, su madre agarrada de la mano de su hija, él junto a ellas recordando la vista que había apenas experimentado, el cráter, el vaho, los pájaros y al norte otra isla. Estaban en una isla, si que lo estaban, y todo era natural allí. El aire que respiraban, decía, era distinto. También era su forma de pensar, su forma de ver las cosas. Darwin estuvo aquí, pensó. También pensó en cómo pudo Darwin desarrollar su teoría analizando solamente cuatro o cinco islas, comiendo tortugas e identificando pájaros. Él apenas y lograba descifrar a las cuatro mujeres que venía cargando desde Guayaquil. Apenas y entendía cuando tenían hambre o cuando tenían sed. Como es la vida, pensó. Darwin no viajó con mujeres.

Su hija y su madre hablaban de cosas banales. Viajes que habían hecho juntas, viajes que habían hecho separadas. Ahora estaban juntas, pensó, y eso era más importante.

So pena la caminata, la caída y el frío y luego el sol, se sentía feliz. Después de muchos años de preparar este viaje lo había logrado. Nunca pensó que lo único que esperaba el mundo para darle este viaje era que él invitará a su madre. En el momento en que dijo, haremos el viaje en Diciembre y luego pensó, No dejare a mi madre, entendió que los cosmos se arreglaron, la nubes se abrieron y los vuelos se desplegaron frente a el de manera que todo se dispuso para que el viaje a Galápagos se hiciera. Darwin la tuvo más fácil, pensó. La reina se lo pidió.

Eran vacaciones. Estaba descansando. Descansando de los viajes de negocio, del tráfico de la ciudad, de las comidas insípidas de su casa, de las tortillas de casa de su madre. Estaba descansando de los maullidos del gato por la noche y los ladridos de la perra por la mañana. Estaba descansando de la espera por los fines de semana para hablar con sus hijas. Estaba descansando con ellas.

Su esposa y su hija mayor ya estaban en la camioneta. Solo faltaban ellos tres, pero no tenían prisa. La atmósfera estaba dispuesta para disfrutar su pureza y no por ir a ver unas tortugas viejas iba a echarle prisa a su madre. Tenían todo el día.

Cuando por fin llegaron a la camioneta, mucho había pasado. Probablemente su hija ya había platicado con su esposa sobre su novio, su carrera y sus planes a futuro. A él lo habían excluido. De igual manera su hija menor ya había platicado con su abuela su futuro incierto. Ese futuro que solo ella cree conocer y que los demás ignoran. Ese futuro que solo le concierne a ella porque solo ella se esforzará por hacerlo. Ese futuro. Pero claro, yo le pagó todo, pensó.

Ayudo a su madre a montarse a la camioneta. Su hija menor se quedó parada frente a la puerta y le dijo: “¿Y sí nos montamos en la paila?”

“Pues te montas vos, yo no,” dijo su esposa.

“No te pregunte a vos mamá.”

“Va, me animo,” respondió él.

Cerró la puerta del lado de su madre con mucho cuidado. Cuando camino a las gradas de la paila su hija ya estaba montada. Se montó él y se sentó a su lado.

“¿Sabes cuántos años tengo de no subirme a una paila?”

“Desconozco,” dijo su hija sin mucho interés.

“Casi cuarenta años. La última vez que me monté iba con los militares.”

“Que curioso Pa, pensaría yo que la última vez que estuviste montado en una paila sería con tu hermano, puesto que vos tenías una paila.”

“Si pero yo la manejaba, no me montaba atrás,” respondió.

“Mira,” dijo su hija. Sacó de su mochila un parlante. Conectó su celular y le preguntó: “¿Qué queres escuchar?”

“Lo que sea,” respondió. Tenían los mismos gustos. Sabía que lo que pusiera de música no iba a afectar en nada su estado de ánimo. Estaban en Galápagos.

De repente sonó aquella canción. Esa canción que te pone los pelos de gallina, que te trae recuerdos siempre olvidados por los ojos pero nunca por los oídos. De su parte recordó aquella vez que se peleo con su futura esposa. Siempre se peleaban antes de salir. El gustaba divertirse y ella prefería hacer cosas más tranquilas. Sin embargo lo común era que salieran juntos, peleados pero juntos, donde la noche los llamará. Pero aquel día, aquel día si se pelearon. Enojado él se sentó en aquella abrumadora sala de su casa, con el comedor enfrente, otra sala pequeña del lado derecho y una pared mórbida del lado izquierdo. Odiaba esa casa. Tenía salas de estar por todas partes como si siempre despidieran a un muerto. Y qué decir del vivero que estaba frente al comedor. Parecía un congelador. Una vitrina de museo con raíces de todas las especies. Imaginaba cómo en algún momento brotaría una planta carnívora y se comería a toda la familia de su esposa de modo que se liberaría de esa especie pérdida desde tiempos antiguos.

Ella estaba sentada en ese comedor y como entendió que el no se movería, camino hacia la cocina. Pensó en seguirla, pero la cocina era más tétrica. Al entrar, del lado izquierdo tenía un pasillo obscuro que se dirigía a más habitaciones. Habitaciones siempre vacías y frías, siempre ordenadas como si alguien fuese a ocuparlas o como si ya fuesen ocupadas por espíritus traídos de la fosa común del hospital vecino. De lado derecho estaba la cocina en sí. Era redonda, con las mesas para uso en todo su alrededor y el desayunador en medio. Y la ventana. Esa ventana larga que daba hacia la calle. Que cada vez que volteaba a verla parecía que lo transportaba a un tiempo sin igual, donde desorientado gritaba Laura, y solo escuchaba la risa de su hermana a lo largo, diciéndole: Andate, no te necesita. ¿Y si lo necesitaba? El suponía que sí. Por eso la seguía.

Tardó más de diez minutos en levantarse para ir a la cocina. Allí estaba, sentada en el desayunador. Se cubría los ojos. No quería que llorará. No era para tanto. Podían hacer cualquier cosa. Podían ir a cenar solamente.

“No no entendes. Es que tengo que decirte algo.”

“Decilo, te escucho.”

No quería sentarse. Sentía demasiado frío.

“Tengo…Envíe varias cartas para becas en el extranjero.”

“Si lo sé, tu madre me dijo.”

“Bueno pues, las tres me aceptaron.”

“Felicidades.” Estaba confundido.

“No, Ray, no entendes.”

“Si entiendo, tenes que irte, lo sé. Y donde vayas probablemente no vaya poder ir yo.”

Nuevamente se cubrió los ojos. Él la recordaba perfectamente.

“¿Te recordas de esa canción que tanto me gusta?”

“Si claro que sí.”

“Pues bueno Ray…es que no me quiero ir sin ti.”

Con mucha tristeza lo dijo, pero sus ojos se iluminaron. Se quedaron allí viéndose el uno al otro. Ella sentada en el desayunador y él, parado a su lado.

Esta canción era muy significativa para él. ¿Qué hubiese sucedido si él no recordaba esa canción? O, ¿si esta canción nunca hubiese existido? ¿Qué tal si hubiese existido en los tiempos de sus hijas y no en el de él? De todos modos no hubiesen existido pues sin esa canción ella se hubiese ido y él no la tendría como su esposa. Esa canción había salvado vidas.

Por parte de su hija, esa canción traía recuerdos no muy gratos. Al morir su abuela, ella tendría unos 3 o 4 años. Pero su padre insistió en poner esa canción en todas partes de manera que su madre nunca se sintiese tan desolada. No sabría decir si su padre lo habría logrado pero sí lo logro en ellas. Lo único que recordaba de la muerte de su abuela era esa canción y como él subía el volumen en el carro para apagar los pensamiento tristes de su esposa. Esa canción era muy linda. Le traía ese recuerdo.

La canción siguió sonando a través del parlante. Cuando acabó, su hija hizo un ademán de volverla a poner pero de pronto escucharon varios golpes en la ventana. Era su hija mayor: “No la vuelvan a poner de nuevo,” dijo con un tono grosero. Su esposa se volteó a verlos y sonrió. Todos la recordaban.

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